CAJAS MÁGICAS

Esta no es una exposición colectiva más, el espacio de Arte Ra del Rey se divide en espacios para que los artistas puedan, en absoluta libertad expresarse, sin condicionamientos y utilizando un soporte ajeno a cualquier connotación comercial. Arte en estado puro, sometido sólo al pensar y sentir de los artistas.








CAJAS MÁGICAS

   Ánxeles PENAS

    
  El grupo de pintores y escultores adscritos a una galería de nombre tan sonoro y significativo ( según diría nuestro inmortal Quijote) como la madrileñísima  Ra del Rey de la calle de la Reina,  que se mueven al margen de los circuitos habituales, en aras de hacer un arte que despierte las secretas estancias de lo bello y de lo que se oculta en el hondo e invisible venero de la imaginación, nos regalan ahora con una insólita y maravillosa muestra conjunta, a la que han titulado “Cajas mágicas”. De este modo, el acto ya en si mismo sutil y misterioso de engendrar una imagen poética, ya sea pictórica o lírica, que pone en movimiento todos los recursos escondidos que permiten alumbrar una expresión, se aúna a la idea de espacio guardado, caja o cofre, donde se van acumulando los objetos de nuestro recuerdo; por ello, abrir un cajón que puede oler a naftalina o al perfume de aquella flor olvidada es como abrir la compuerta al mar sin fronteras de las evocaciones. Y de evocaciones que nos conciernen a todos, porque proceden de la luz interior, de todo eso que llevamos guardado en la más mágica y hermética de las cajas: el alma o aliento que insufla vida a lo inanimado, es de lo que trata esta exposición.
     La primera de las evocaciones, simple y concreta, es la que nos ofrece Ángel Aragonés: nuestra tierra, ella más caja de maravillas que ninguna otra, flotando en la noche, a la par de un centro mandálico  signado con un cerebro que sigue siendo, a día de hoy, el más grande de los misterios, porque, como decía Kant, encierra en si todo el universo. Pasamos después a “Atchung and Shade” de Inés Diarte y percibimos la presencia de arcanas huellas, de  restos fósiles en positivo y negativo, la sombra y su contrario. Antes, habíamos viajado por las vibrátiles y ondulantes cintas polícromas de Emilio Zaldívar que nos indicaban la gozosa infinitud de los muchos posibles caminos. Sobrecogidos de evocaciones, quizá no tan gozosas, pero igualmente llenas de recovecos y matices, nos había dejado Manolo Oyonarte, con  su caja “Two and one”, donde la eterna pareja se esquina en el misterio de los días grises, rayados de signos indescifrables. Signos y palabras al viento, graffittis que hieren la piel del tiempo, es lo que encontramos al abrir la caja de Mariajosé Bagazgoitia: “Cosas de Corme y otras miradas” y vienen ráfagas marinas y luces atlánticas de la Costa da Morte, ese Corme donde ahora se construye la utopía de un pueblo de artistas. Otra imagen de resonancias acuáticas nos viene en la “Dama de la trucha” de Jesusa Quirós, graciosa señora blanca que porta como un sombrero sobre su cabeza la criatura de las aguas; así lo hondo sube a las alturas y lo oscuro se vuelve claro,  y además, con esa libertad de la que sólo el arte es capaz, transforma las insulsas y romas páginas de periódico en tierra para coloridas plantas.  Graciosos son también los dos personajes de “Retrato de familia” de Antonio Santos, figuras recortadas en madera que tienen cierto aire jocoso y un deje levemente grotesco como personajes de comic; frontales, a la manera de las instantáneas, ironizan sobre los tópicos de género, a la vez que la anomia de sus rostros y su frontalidad les transmiten un sentir  atemporal y hierático de amuñecados bibelots. Muñecos, pero de otro signo, más bien marionetas de la historia reciente, son los que encontramos en “Cara y cruz” de Carmén Pagés: un nutrido collage que enfrenta a poderosos y ricos con sometidos y miserables; los dos tristes rostros de nuestro mundo, inconciliables, nos miran y nos sobrecogen. Afortunadamente,  María Guerras, en su “Casi autorretrato”, nos devuelve a la utopía del edén perdido, al florido y verde jardín donde una niña vestida de tules juega con mariposas y globos y aves del paraíso, a la sombra protectora del árbol de la vida.
 
   Vida y destrucción, la pareja adámica y la huesuda dama, vigilados por el implacable ojo del Gran Desconocido,  presiden la alegórica caja  Dios lo ve todo de Carmela Saro, donde símbolo y artilugio eléctrico se conjugan para hablarnos de esos insondables que nos rodean. Preparados estamos entonces para contemplar lo que nos ofrece Hugo Wirz en su caja “Mirando al cielo desde la tierra”: una celosía de madera en ondas, que vela otra celosía azul, por cuyos orificios podemos adivinar la reflectante luz amarilla de las honduras estelares o, viceversa, podemos imaginarnos situados tras esa doble ventana enrejada, ensoñando luminosas lejanías inalcanzables. Silencio negro, páginas negras como carbón conmovidas por grietas abisales, por craquelados que anuncian abismos geológicos y rutas de cenizas, es el que nos ofrece el delicado díptico de Javier Liébana que consigue escribir con negro humo un poema de gritos asordados en el libro negro de lo desconocido. Y la muerte vivida con dolor, el mar sin fronteras, la gran orilla, el enigma de los enigmas, no podía faltar a la cita, lo hace en la emocionada fotografía “Naufragio” de Elena Martín: el ausente amado caminando hacia el espigón del más allá, entre graznidos de gaviotas, con las huellas de sus zapatos perdiéndose en la arena.
     La evocación encuentra su punto álgido en el homenaje que Carlota Cuesta hace al músico Ramón Barce, recientemente desaparecido, sus partituras sirven de fondo de caja para otras armonías: las que ella es capaz de construir con las más humildes materias: huesecillos, cuerdas, cristalitos, pequeñas piedras recogidas con amor en los arenales de Galicia, piezas de puzzle...; y, de pronto, todo encaja en un nuevo y gozoso orden, en una nueva belleza, contenida en nueve cajitas interiores, cada una de las cuales es un auténtico poema visual. Poesía visual de la más alta es la que consigue Paz Santos en su “Espacio mágico”, doble ventana en uno de cuyos fondos se recorta la silueta negra de un animal mítico, toro cretense o lorquiano, enfrentado a la palidez de una inmensa luna, mientras en el otro y, como antitético contrapunto, saltan al aire delicados arcos de alambre rematados por pequeñas ventanitas de colores; la nocturna  y estática imagen arquetípica  se contrapone así a la aérea y ligera gracia de lo fortuito.
    Tras este viaje lleno de ricas inflexiones poco es lo que sabríamos decir de nuestra caja “Haz y envés”, sino que hay también arcaicos guiños de antiguas civilizaciones, como la egipcia o las precolombinas, que parecen acceder a nosotros en el resplandor de una memoria que nos sobrepasa y que piden geometría y color para un arte combinatoria que, como el vitral gótico, hable del infinito.
    Todos los acentos de lo posible y de lo imposible, de lo real y de lo ensoñado están presentes en esta exposición, cada caja sorprendente e imprevisible y, aunque con mucho oficio, saltándose las reglas estereotipadas del oficio, porque-como dice Gaston Bachelard-   “es preciso que el saber vaya acompañado del olvido”. De este modo, la imagen, nacida de una estética de lo oculto, es sentida como puro origen y se hace donadora de ser.